martes, 26 de febrero de 2013

Vous, funeste Arcadie.

Hoy Madrid me sabe a otoño, a miércoles y a todo lo que de melancólico tiene el Violonchelo. Alguien escribió "Tiempos difíciles" en ese muro gris que se cayó en Berlín y que hoy se erige en  una Gran Vía rota, derrotada e incandescente.

Las casas se vacían de respiraciones y se inundan de incertidumbre. Llueven acciones bancarias sobre el rastro que dejaron las sonrisas que un día vendimos para pagar nuestro rescate, aunque en realidad nadie viniera nunca a por a esta princesa de ojos verdes vestida de Zarzuela.

Si respiras hondo, aún puedes oler la ceniza que dejaron los sueños rotos al inmolarse, el aire de un Mediterráneo azul y corrompido y el aroma de las espigas doradas del trigo castellano; esa leche de esta, nuestra Pacha Mama, que a veces quisimos vestir de violeta y otras de rojigualda.

Una cruz de Cristo yace olvidada en alguna atalaya del Noroeste, observando una y otra vez el paso de un tren con dirección quién sabe si a Atocha o a la muerte, mientras un relámpago define su silueta y  los buitres de la especulación revolotean sobre los huesos y más huesos que ahora forman la ciudad.

Y en mitad de la plaza de aquel Sol que un día definió a un país, en mitad de un estrepitoso silencio que apesta a cansancio y a mandíbulas desencajadas, suena una guitarra, triste y solitaria, furiosa y agitada, escandalosa y desafinada.

Guitarra española. Siempre fuera de la orquesta, siempre aparte, siempre sola. Uñas duras a juego con almas que, ahora, también lo son, acarician las cuerdas, las golpean, las arañan y hasta las arrancan. Dos lágrimas rebeldes oscurecen la madera de lo que antes fue ataúd  y, antes aún, pino que observaba el cielo desde algún punto de los Montes de León.

Guitarra que es banda sonora para el cansancio, con acordes en La, en Mi, en Erda y en Sistema. Las patadas de frustración se erigen como única percusión, mientras miles de voces solitarias se alzan en gritos, súplicas y lamentos que jamás salen de sus gargantas. Una mayoría silenciosa que huye sobre pájaros de metal o se resigna  a gatear sobre el asfalto de una ciudad rota.

Ya no hay nada. Somos un desierto de poco petroleo y muchas deudas. Las almas que vinieron, vuelven a marcharse, porque quizá no fuera tan buena idea esto de la Península Ibérica y quizá, y solo quizá, también haya un Parnaso en Nicaragua.



Y como insectos que jugaron a ser dioses, o a creérselo, nos vemos abocados a escarbar entre los recuerdos que edificaron nuestros abuelos y perdieron nuestros padres. Entre las ruinas de una funesta Arcadia que resulto ser falsa y que yace hoy, eterna y seca, consumida por el fuego.