lunes, 16 de mayo de 2011

Mannequin.

Ahí estás, en la mesa. Impasible. Esperando que tu sombra proyecte la vida que no es capaz de insuflarte el espíritu. Esperando para convertirte en caballero, o en abogado de finanzas, o en algún presonaje de anime con la cabeza demasiado desproporcionada al resto del cuerpo.
Tus manos, tus pies, tu cabeza, tu torso, todo forma una armonía hedonista, estática y articulada. Un sin fín de opciones, de sueños, de vidas posibles en las que proyectar aquella sombra que te regala la luz nacarada del flexo. Carne de madera, sangre de metal, excedente de serrín en tus entrañas. Muñeco olvidado por el propio vacío.
Siempre has estado ahí, y sin embargo pocas veces he reparado en tu presencia. Me has visto ahogar mis penas en mil y una palabras, soñar allí en frente, en mi cama, con los más surrealistas disparates, y me has visto crecer, y llorar, y gritar, y reir... y sin embargo yo apenas había reparado en tu presencia.

Maniquí, te envidio. Siempre presente, con tu rostro neutro de modelo artístico, como si fueras a ser pintado por el mismísimo Goya. Pofesional y apático, sin que tu cuerpo sea capaz de definir el más mínimo rasgo de sentimiento, de debilidad. Y es que el amor, la soledad, el miedo y la tristeza son para los cobardes, y ójala fuera tú maniquí, para ser todo y nada al mismo tiempo, siempre y en todo lugar, por los siglos de los siglos, amén.
                                                       

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