miércoles, 17 de julio de 2013

Assez.

Basta.
Basta de sobres sin rostro, de hipocresía barata, de cortinas de humo. Basta de sal en la herida, de evasiones ridículas, de justicia podrida. Paren este país que un día tuvo sueños, párenlo porque me bajo, porque ya no hay quien aguante este insulto internacional que sabe a dinero y sangre.

El bosque se ha cansado de los pájaros y la tormenta solo se detiene para dar paso a otra de iguales o peores características. Escalofriante, insultante y rastrera. Sucia tormenta que bombardea las utopías con las que crecimos, con sus relámpagos de ideologías pasadas de moda y sus truenos de escándalos y más escándalos que no se detienen mientras el dinero desaparece y los apocalípsis individuales se cuelan poco a poco en nuestros huesos.

La tristeza se volvió frustración, la frustración rabia y la rabia dio paso a una tranquila y muda indiferencia. Una cansada pereza indignada que sacude nuestros cuerpos y nos obliga a hablar, y solo hablar, mientras nuestras palabras mueren en el aire y alimentamos con paro y pesimismo un país que se hunde.

Somos la orquesta del Titanic y nuestras palabras son la banda sonora de la muerte. El barco se hunde, pero en nuestros cerebros ha germinado la patética idea de que no hay nada que hacer. Parece que es mejor esperar a que el agua helada del desastre cale nuestros músculos y congele nuestros pensamientos.

El llanto se tornó risa. Las lágrimas han dejado paso a una oscura y siniestra carcajada sarcástica y terrible que apuñala toda esperanza. De repente, todo es demasiado ridículo. De repente, puedes protestar, gritar, patalear, discutir y pelear, pero sabes que nadie te escucha, sabes que hay gente que sigue cegada, gente que nació con unas ideas irrevocables que prefieren verse estafar y denigrar, antes que retractarse.

Dinero fácil de casas inhabitadas fue nuestra perdición. Gestiones tardías y desastrosas, nuestra condena. Y cuando solo quedaba la esperanza de remontar, llegó esa austeridad equivocada y segregadora, apestando a reaccionario y a "por mis cojones",  que acabó por derrumbarnos. Y allí, tocando fondo, hundidos en la mierda (sí señores, la mierda), llega la corrupción con su sonrisa socarrona. Llegan los trajes sin pagar, los duques empalmados, los sindicalistas hipócritas, los sobres sin nombre y, finalmente, las dimisiones inexistentes.

Morirá el toro encerrado en el ruedo. Ese toro que tanto quisimos que nos representara a base de sacrificarlo. España ya no aguanta los envites de una clase política y económica insostenible. El progreso se muere al ritmo de las tijeras, mientras los mismos dedos que las manejan se hacen ricos con el dinero que nos robaron.

Parece una disutopía, una novela de desastre. Pero es real, y nuestros gritos son el único desahogo que nos queda mientras llega la noche y se suicidan los poemas que hablaban de libertad. Son un puñetazo contra un muro de acero inoxidable, un intento desesperado por salir de la tumba.





Pero aunque puedan despojarnos de nuestro dinero, nuestra decisión e, incluso, de nuestra dignidad, hay algo contra lo que no podrán hacer nada. Y es que pueden destrozar nuestros sueños, pero no pueden prohibirnos soñar.