domingo, 30 de octubre de 2011

Théâtre.

Ya casi había olvidado el olor, ese perfume a viejo y a magia que envuelve cada uno de tus sentidos transportándote a un universo paralelo en el que eres de todo menos tú mismo. Ya casi había olvidado el sonido de madera crujiendo en el escenario, los trapos viejos y el frío de la inmensidad calando tus huesos. Ya casi había olvidado la resistencia del alma a abandonar el cuerpo durante dos horas. Casi.
Una mente enfrascada en teorías y aspiraciones, un corazón comprimido por la introversión, y un anhelo futuro que sepulta con sangre el presente. Una máscara de dramatismo y ego que siempre conviene sacar a pasear, un reflejo de como desearía que fuera mi cuerpo, mi cerebro y mis entrañas: un cúmulo de libertad improvisada a la que no importa el qué dirán.
Te olvidas del futuro y te centras en un presente puro y volátil que, desearías, no acabara nunca. Dejas de ser hombre, dejas de ser español, dejas de ser de izquierdas, dejas de ser racional, dejas de ser estudiante y dejas de ser Diego. Ahora solo eres marioneta, un títere improvisado de carne y hueso con el que dar vida a infinitos personajes. Y dejas de pensar durante un tiempo, para poder amar, luchar, discutir, morir y bailar, sin ningún tipo de consecuencia ni efecto secundario.
El espíritu del personaje  llena e inunda tu cuerpo de sus pensamientos y emociones, de sus sueños y odios, de sus pasiones y miedos. Es un éxtasis rocambolesco, una catarsis infravalorada, un juego peligroso y adictivo. Mucho más que el tabaco o el amor.


Y cuando estás delante del público, y sientes ese calor espeso y expectante, tu  figura se mueve al ritmo de cuatrocientos pares de ojos que la siguen, mientras por tu garganta asoma el personaje, sonriendo descaradamente, feliz de vivir, de sentir y de formar parte del mundo a través de ese cuerpo tuyo que se convierte en un recipiente sencillo y metálico del arte.

jueves, 20 de octubre de 2011

L´mégalomanie.

Siempre se erigen líderes. Líderes revolucionarios, líderes dictatoriales, líderes democráticos y líderes de pacotilla. Necesitamos guiar, necesitamos ser guiados. Somos una sociedad rocambolesca y frívola, pero absolutamente dependiente. Solo un conjunto de seres bípedos y letargados que nos necesitamos los unos a los otros aunque no queramos admitirlo, y que nos dejamos llevar por aquellos que ayudan, dicen ayudar o contaminan este acontecer de los tiempos agrio y contundente.
Líder. Orgullo. Fuerza. Poder. ¿por qué nos atraerá tanto? Hay quien prefiere vivir en paz, hay quien se enamora del amor y quien se enamora del dinero. Otros permanecen a la sombra, enfermos de empatía descascarillada, y unos pocos se contentan con ser un ameno y lejano foco de atención.
Pero siempre los hay que renegaron de todo a cambio del poder. Abstracto e intangible, tiene algo que a algunos nos mueve a hacer cosas que jamás hubiéramos aprobado y de las que nos arrepentiremos solo en el infierno o en la consulta del psiquiatra. Porque el poder es un veneno, una tinta alquitranada que recorre tus venas y que  poco a poco, te va marchitando el corazón. Y nuestra vida se vuelve peligrosa cuando la dejamos solo a merced del cerebro y las entrañas.
Nunca me interesó el dinero, el amor se me volvió una utopía y la amabilidad siempre me resulto un absurdo lastre del que era necesario separse. Tampoco me había sentido atraido por el poder, o no había sido consciente de ello. Quizá me contaminara la aparente debilidad de mi caracter, o fueran mis ansias de libertad e individualismo las que emponzoñaran mi mente con tan peligrosa necesidad de controlar.
En cualquier caso, aquella polución incontrolada que gangrena paulatinamente mis sentimientos, hace que me resulte imposible evitar manipular, estorsionar, herir y planificar. Puede que esta sea la única manera de sentirme fuerte, de sentir que contribuyo a mejorar un mundo que tan hipócritamente he criticado... la única  manera de negar en mí el mayor de los pecados, la debilidad.


No me llamen monstruo, solo soy un megalomaníaco idealista que necesita dirigir el mundo para cambiarlo desde dentro y sentir -ya en el infierno- que su vida no fue un gran absurdo, que dejó su huella en la historia, que no malgastó ni un solo suspiro y, sobretodo, que nunca, nunca, fue débil.

jueves, 13 de octubre de 2011

Justice.

Qué lejos quedó ya aquello de Gandhi del ojo por ojo y el mundo acabará ciego. Ciegas son las lombrices, las rocas y los árboles. Ciego es el sol y la luna, el aire y las estrellas. Ciega es la justicia y quizá por ello no vea lo que se hace en su nombre.
Jamás recordó haber visto y es que jamás pudo apreciar  el fragor del océano o el color amarillo, pues sus cuencas vacías reposaban inertes bajo esa tela pura y etérea que siempre constituyó su mundo. Desde el principio sus ojos fueron arrancados en un ataque de ira, quién sabe si de los hombres o del tiempo, y su sangre salvaje se refugió entre los acantilados para acabar siendo finalmente devorada por alacranes y arpías.
Aunque no se lo crean los internautas frustrados ni los filósofos borrachos, ella una vez tuvo un sueño. Quiso erradicar el mal, instaurar la paz e igualar la balanza. Pero los hombres siempre fueron más de Leo que de Libra y su balanza acabó por inclinarse hasta la dejadez y el olvido, hacia unas vacaciones que se nos hacen ya demasiado largas.
¡Justicia! clamaron en la bastilla los parisinos ¡Justicia! gritó la madre de un asesinado. ¡Justicia! chillaron los cerdos en el matadero ¡Justicia! proclamó Bruto ante el senado.
Pero Justicia ya no solo era ciega, ahora también era sorda. Sus oídos se fueron derritiendo hasta quedar reducidos a polvo de estaño y el vídreo de sus tímpanos se quebró al ritmo de unas campanas que jamás doblaron por el fin del mundo.
 Ausente y arrinconada, Justicia lloró su Waterloo particular, y se dejó sumir en el más hondo de los olvidos, en la más espesa de las telarañas, en la más vergonzosa de las derrotas. Su balanza se hizo añicos, su espada se oxidó de pena y su ostentosa figura de diosa se volvió decrépita y putrefacta.


Ciega, sorda, muda y aislada. La olvidamos y ahora sobrevivimos ahorcando adolescentes negros y alimentando las arcas de banqueros y empresarios. El camello pasará diez años en la cárcel y el que mató a su esposa tres. Porque el mundo es así de divertido y de contradictorio, y porque no hay nadie que quiera revivir a Justicia a lo superhéroe enmascarado y llevar la contraria a Gandhi con aquello del ojo por ojo.

domingo, 2 de octubre de 2011

Homo sapiens.

Seres individuales, seres colectivos, seres racionales, seres sin sentido.
Soñadores y violadores. Santos, criminales y santos criminales. Dioses y mortales, luminosos e incandescentes, orgullosos y derrochadores, ecologistas y americanos, piratas y vendedores.
Seis mil millones para uno, y seis mil millones para todos. Los hay que pintan grafitis en el muro de Berlín y los hay que entierran a sus muertos en pirámides. Algunos beben café por la mañanas y otros desayunan leche de mamá negra. Unos lloran de pena, otros de alegría, y todos de rabia. Rabia reprirmida en  mentes cristalinas, que brota cual fuente en sus pesadillas.
Inventamos la filosofía y el sol y a los mayas. Lapidamos con estaño las viejas ideas, para construir ciudades de marihuana. Somos volátiles y razonables, payasos y amargados, fachas y comunistas. Volamos con aviones, con cohetes y con opio, e incluso dicen por ahí que llegamos a la luna.
Nos gusta poner nombres a las estrellas, la violencia, las marionetas y no creernos las profecías. Amamos el fuego y quemamos leña, ternera, libros y herejes. Somos adictos a la soberbia, al sexo y a internet. Y siempre, siempre, morimos solos.
Y creamos zoológicos y campos de concentración, y escribimos testamentos y poemas de amor, y nos revolcamos en el barro y bebemos alcohol. Vomitamos sangre y estupideces, saludamos a la mañana con mil y un bostezos y, de vez en cuando, jugamos al ajedrez y a la guerra.


Nos creemos superiores y no somos nada, aunque siempre hubo hombres que se dieron cuenta de ello.
Galileo afirmó que no éramos el centro del universo, Darwin que no habíamos sido creados, y cuando solo nos quedaba el consuelo de ser racionales, Freud demostró que ni siquiera éramos dueños de nuestra propia mente.