jueves, 8 de septiembre de 2011

La cire.

Sobrevolando las calles de esta ciudad perdida se encontró con millones de caras, rozó quinientos cuerpos y clavó su pequeña  y opulenta mirada en miles de ojos eclipsados por la luz de finales de verano.
Y todo le pareció igual.
El aburrimiento y el orgullo encharcaron lentamente sus huesos y un asqueroso sentimiento de superioridad se fue introduciendo poco a poco en su mente. ¿Acaso era él el único que veía ese conjunto enmarañado de personas como estatuas de cera vivientes? ¿Acaso era él el único que se daba cuenta de lo insulsos que resultaban los sentimientos que les habían sido programados a aquellos seres en el cerebro?
Y se sintió solo.
Cifras, números, categorías. Todas aquellas estatuas de cera no le resultaron más interesantes que los pájaros que en una esquina se peleaban por la sabiduría eterna. Máquinas impersonales con unos patrones especificos de personalidad, condicionados por la educación, la familia, el entorno... por aquel kiwi del dasayuno que les hacía desear llegar más rápido adonde quiera que fuesen.
Y una sensación de hastío le recorrió la médula espinal.
Él necesitaba ser algo más, necesitaba salir de aquella telaraña llena de mosquitos apunto de ser devorados por la muerte. Nunca fue una bella mariposa ni un fuerte escarabajo. Solo era un insignificante insecto atrapado, pero con alas con las que escapar al fin y al cabo. Jamás podría huir de la muerte, pero bien podría volar para escapar del olvido.
Y sintió miedo.
Quiso cambiar las cosas de una puta vez, guiar a esas estatuas de cera antes de que se derritieran por el sol. Aparecer en los libros de historia y ser recordado como un ejemplo de lucha y coraje, de razonamiento y compasión, de justicia y tolerancia.
Y sus manos de cera empezaron a derretirse por las llamas de la inseguridad. La carne de sus dedos se tiñó de negro, las uñas se fusionaron con sus rígidas falanges y la pintura carmín del interior de su cuerpo empezó a gotear sobre las monótonas baldosas madrileñas.


Debía darse prisa. Era humano, era insecto, era  cera... por muy superior que se creyera. Estaba condicionado, era cifras, era un patrón al que se habían aplicado un infinito número de variables, era un títere de la sociedad y un esclavo de la muerte. Y aun así, el muy iluso aún quería cambiar el mundo para escapar de aquel olvido que tan bien evadieron Shakespeare, Napoleón y Buda.

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