lunes, 25 de abril de 2011

Pluie.

La lluvia golpeaba con fuerza el tejado emanando un viento frío y un tanto renacentista. Y sin embargo ¡cuán deliciosa era la armonía de la madera húmeda y ajada!
 Hacia mucho que no llovia en el reino, el viento había desnudado los árboles, los rayos habían incendiado la tierra y las nubes había cubierto al astro rey. Pero hacía mucho tiempo que no llovía y el príncipe, que ya no lo era, saboreaba esa agridulce sensación que le causaba ella y aquella lluvia que siempre anunciaba su presencia.
Y es que la musa se peinaba en la habitación continua, tatareando una canción que sonaba a rock cantábrico y a suspiros metálicos, cepillando una y otra vez sus perfectas y suaves ondulaciones.
La sentía tan cerca que pensaba que le iba a estallar el corazón, y tan lejos que parecía que se le iba a romper. Podía imaginar aquellos dos ojos ardientes, rebuscando una y otra vez su rostro en el espejo, sin un solo fragmento de curiosidad ni de hedonismo barato en su mirada. Y quiso poder respirar el aire que le sobraba a ella, y convertirse en espejo para observarla de frente, y en aquella almohada sobre la que descansara su rostro para saborear su perfume anaranjado.


Se asomó al balcón preguntándose si a ella no le gustaba el mundo que le ofrecía. Era negro, rebelde y descarado, pero un mundo al fin y al cabo. Ella siempre podría iluminarlo con su irresistible sonrisa de sarcasmo embotellado.

                                                                   

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