viernes, 18 de noviembre de 2011

Reine des coeurs.

A veces la reinas no son de oro y metacrilato. A veces no lloran lágrimas de plata ni su piel es porcelana. A veces los caballeros no nos damos cuenta de que son reinas hasta que con una sonrisa te congelan el corazón.
Allá donde muere el mundo, donde nacen las aves y las almas son gotas de sangre mezcladas con leche, vivía un Reina de nombre hebreo y uñas nacaradas. Cuando su corazón palpitaba las olas invadían el mar, cuando  suspiraba se atormentaban los vientos, y cuando sonreía se iluminaba el mundo y se quemaban las madreselvas. 
Era un virus de felicidad infinita, una sonata de primavera, una aurora esperanzadora y loca. Un pájaro nervioso, un gorrión frágil y asustadizo, una paloma de libre albedrío, un cisne herido de muerte por algún cazador osado. Una Julieta en este baile de máscaras que es el mundo.
Eligió el vestido de la felicidad y se paseó por la sociedad como un espíritu ameno y extrovertido. Quizá porque le sentaba bien el blanco, quizá para no prestar atención al negro de su interior. Su corazón latía angustiado, y cuanto más lloraba a solas, más sonreía en público. El optimismo recorría sus venas y le obligaba a levantarse cada mañana  para recibir caballeros de brillante armadura, cabellos rubios y ojos azules, que nunca le interesaron.
Solo uno de sus vasallos, un triste caballero del que se decía escribía poemas frente a la luna, se dio cuenta de esa fragilidad tan maquillada, de esa belleza tan decadente y de aquella felicidad podrida. Él ya había aceptado su soledad, la había asumido a base de esas cicatrices que escondía en el corazón y que vomitaba en sus poemas. Y admiró a la reina, a su Reina, por su manera de enfrentarse al mundo. Una estrategia limpia y altruista que consistía en regalar allá a donde fuera una belleza serena y ensoredeceroda, aunque cada día su piel fuera más pálida y su dolor más espantoso.


El caballero, que se había jurado en soledad, se dio cuenta una noche en la que el reflejo pálido de la reina martirizaba el ambiente, de que deseaba con toda su alma protegerla de este mundo cruel y alquitranado, de este triste sucedáneo de la vida. De que daría la vida por cogerla fuertemente de la mano y llevarla tan lejos como lo decidiera aquella reina que podía haber sido de trevoles o de diamantes pero que, sin embargo, y quien sabe si por capricho del destino o por decisión propia, era de corazones

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