Respiré por fin en Milán el aroma a piedra del gótico, recordando, nostálgico, el tañir de las campanas de Notre Dame. Y ví llegar de nuevo a mi Grecia y a mi Roma en la Italia del renacimento, mas lo hice siempre oculto en alguna iglesia florentina, en la capilla sixtina, en la sonrisa de la Gioconda o en la inquietante mirada del David.
Viajé al Barroco con las almas del Greco, y Bernini me transformó en Laurel. Bailé en Versalles el compás de los claroscuros de Caravaggio. Respiré en Madrid las atmosfera de las Meninas.
Inauguré con mi presencia el museo del Prado, probé el sabor de la libertad en los fusilamientos del tres de mayo e incluso creo que fuí devorado por Saturno ante la atenta mirada de Goya. Escuché el sonido del viento peinar el duro metal de la Torre Eiffel y palpé la carne flácida y modernista de la Sagrada Familia.
La luz del impresionismo cambió mi perspectiva del mundo, mientras una parte de mí moría entre la locura, la oreja y los girasoles de Van Goht, para ser resucitada finalmente en un beso de mármol de Rodín.
Geometricé el dolor con el Guernica y lo expulsé con un grito expresionista desde algún puente de Oslo. Y solo cuando los relojes comenzaron a deshacerse entre elefantes y cisnes, y todo a mi alrededor se resumió en una lata de sopa, solo entonces me dí cuenta de que todo era un sueño y fue necesario soñarlo para despertarme. Yo era el arte y creo que todos lo somos cada vez que lo admiramos.
"A un hombre le podemos perdonar que haga algo inútil siempre que no lo admire. La única excusa para hacer una cosa inútil es admirarla infinitamente. Todo arte es perfectamente inútil." Oscar Wilde.
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