viernes, 3 de junio de 2011

La musique.

Era un baile frenético e irreseistible. Los pies de ella se movían con una dulce soltura gitana, y las manos de él cambiaban continuamente la canción del tocadiscos, como si cada vez que pulsara sus botones se deslizara una nota.
Ninguno de los dos parecía darse cuenta de que el tocadiscos estaba roto, de que no había más música que el eco distante de las gaviotas y de que el gran salón de baile no era más que un vertedero.
Allí estaban los dos gitanillos, hermanos de madre y de parte del padre. Con los ojos aceituna y las pieles nacaradas por la llama del brasero. Salvajes e inquietos, compartiendo una extraña conexión musical que solo los niños son capaces de sentir. No existía el mundo a su alrededor, para la niña los silencios eran compases, y para el niño el tocadiscos su instrumento.


Me dieron envidia. Quizá fueran las únicas personas del mundo que no habían perdido la esencia de la música, ese sentir como la aguja del tocadiscos desgarra tus venas e inyecta la música en tu cuerpo, derramandoo arpegios por tu sangre y llenándote de corcheas el corazón.
                                                                              

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