viernes, 25 de febrero de 2011

Libellule.

En aquel estanque, aquel donde acudía cada noche a tirar piedras al mundo, fue donde la ví por primera vez. Brillaba en mitad de la noche, desafíando los cantos luminosos de la luna y pirueteando en el aire dejando tras de sí una estela de sangre de luciernaga, o de polvo de hada. Refulgía su verde posado en el estanque, cantaban sus alas en contacto con el viento, moría en cada aleteo y resucitaba en cada pirueta. Quise que fuera mía y, en un descuido, la metí en un tarro de cristal que apestaba a soja y a egocentrismo.
Cuando desperté, la libélula se había ido, dejando tras de sí esa brillante estela que solo ven los que saben mirar. Volví esa noche al estanque y la encontré con un regero de tristeza en sus curiosos ojos entomológicos. Estaba herida del corazón, pero por más que de mis labios se deslizaron preguntas desoladas, estas se perdieron en el viento. Las libélulas no hablan.
Intenté guardarla en el tarro de nuevo, y cuidarla, y alimentarla todas las noches de nectar de rosas y sangre de clavel... Pero la libelula prefería morir sola y tuve que conformarme con amarla desde lejos cada noche, mientras elaboraba hipócritas piruetas para demostrarle al mundo que ella seguía al pie del cañón. O quizá para demostrárselo a sí misma.
Y el crujir de las alas disimulaba su llanto, que limpiaba cada vez que teñía el agua con su verde gallego.
Y no existía el tiempo ni el polvo cuando ella volaba.
Y deseé ser libélula para sumarme a su vuelo, pero aprendí a conformarme con observar su melancólica danza de angustia disfrazada de misterio.


Vuela libélula, vuela hasta quedarte sin aliento, vuela embriagada por la armoniosa heráldica de los sueños.

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