domingo, 27 de marzo de 2011

Yin yang.

El silencio era atronador, tanto que despertó al príncipe de su letargo. Ya no existía aquel halo de esperanza en sus ojos, ya no esperaba observar un barco dorado en la lejanía. Apretó con fuerza los puños, derramó una lagrima y quemó aquel retrato de ojos verdes con la luz de su sonrisa.
Descubrió que había convertido su isla, con aquella tristeza que le emanaba del corazón, en una tierra de muerte, llanto y podredumbre. El reino se había evaporado tras la niebla de su aliento y los habitantes no eran más que recuerdos en medio de un mar de lápidas grises ocultas por el musgo.
Y en mitad de esa oscuridad, distinguió un barco de plata que rompía la niebla con la suave melodía de sus velas en contacto con el viento. En él solo había dos princesas que se habían perdido en el océano del amor, aquel por el que tantos y tantos barcos naufragaban. El príncipe las invitó a entrar en su palacio, que rebautizó como el de "los tres corazones rotos". Tenía la sensación de que aquella visita podría volver a hacer florecer su reino, aunque la esperanza del príncipe se había vuelto pequeña y débil, conservando aún así la potencia de antaño. Podría decirse que su optimismo era como el corazón de un colibrí.
Una de las princesas vestía de blanco y su belleza emanaba de todas y cada una de las partes de su cuerpo. Brillaba en sus ojos la empatía y la bondad, la luz y el amanecer, la calma y la paz. Para ella cualquier cosa era hermosa, cualquier palabra acertada y cualquier amor verdadero. Era un libro abierto, delicada, frágil, sencilla. Pero el dolor rompía a veces su corazón, la tristeza asomaba a sus labios y sus mentiras la protegían en una asombrosa red de autodefensa. Pero ello era tan solo una gota de sangre en un vaso de leche.
La otra princesa vestía de negro y flotaba en ella un halo de misterio y belleza que la hacía irresistible. Decía siempre lo que pensaba y su inteligencia brotaba ágil en cualquier situación. Creía en las ideas claras y en la lógica aplastante. Su rebeldía era un concierto de sensaciones contrapuestas, una compleja orquesta indescifrable. Podía taladrarte con la mirada, pero sus ojos solo daban paso a una verdad inescrutable, a un muro de hormigón que protegía el mayor de los secretos de forma egoista y caprichosa. Era una noche oscura, solo alterada por la palidez de la luna llena.

¿La pureza o el misterio? ¿La hermosura o la belleza? ¿el calor o el frío? ¿El día o la noche? ¿La luz o la oscuridad?

Y por fin creció una flor en el debastado reino.

                                                                 

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