miércoles, 30 de marzo de 2011

Musa.

Y el príncipe supo entonces a quién pertenecía la única flor del reino, esa que crecía aristocrática y desafiante entre la ceniza del pasado, esa que aun brillaba con el azul eléctrico de los románticos alemanes. Y lo supo porque fue su portadora quien se lo hizo saber.
Fue solo un susurro, muy leve, casi inaudible. Le dijo, con aquella mirada que siempre le había petrificado, que ella no era ninguna princesa perdida en mitad del océano. Era su musa, el yang de su alma. La deidad dispuesta a hacerle olvidar el pasado, aliviar su presente y decorar su futuro.
La esperanza hizo que su corazón volviese a latir, y esperó con todo lo que le quedaba de alma, que fuera ella quien curara las heridas de las crueles libélulas de los ángeles, quien le hiciera sentirse vivo en cada respiración y resucitara un reino engullido por las llamas de la confusión.



Respiró hondo y se convenció a si mismo de que esta vez no se iba a equivocar. Esa mirada teñida de inteligencia y de carmín... era lo único que le quedaba.

                                                                 

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