martes, 22 de marzo de 2011

Rictus.

Cuanta mayor era su pena, mayor lo era su hermosura. Permanecía a la izquierda de mi cama, con los ojos clavados en algún punto fijo del dormitorio, mirando sin mirar, refrescándose con la única lágrima rebelde que se deslizaba por su mejilla. Quieta, inmóvil, susurrando el afligido Requiem a la felicidad que ella misma había compuesto.
Jamás supe el porqué de su tristeza, quizá porque nunca se lo pregunté.
Era como una muñeca de porcelana, con el cabello suave, el vestido de flores y el marmóleo blanco de la cara solo alterado por los ojos fijos de cristal, el rimel en las pestañas y un siniestro rictus color carmín, una mueca de la más absoluta tristeza, de la más absoluta apatía, de la más absoluta indiferencia.

 
Y cuanto más besaba sus pálidos labios, más se marchitaba ella. Lentamente, entre el perfumado suspiro de las flores podridas.

                                                                    

2 comentarios:

  1. Apatía, tristeza ... por los besos de otras bocas con labios putrefactos de rancios egoísmos disfrazados de pasión. Mascarada de emociones que le vendieron en su último carnaval, al que -como acostumbraba- acudió sin disfraz.

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